La vida avanza implacable por encima de cadáveres y recuerdos. El tiempo, su principal instrumento de supervivencia, ha transformado el dolor en cicatrices. Lo traicionan como puñaladas los aniversarios, con su inevitable mirada atrás, particularmente en uno tan redondo como el de la década que se cumple hoy. No hace falta ni rebobinar la memoria, basta con encender la televisión para ver de nuevo las torres desmoronándose piso a piso, engullidas en una nube de humo y escombros.
En una de esas pantallas sombrías aparece Howard Lutnick, como nadie pudo imaginarse nunca al arrogante consejero delegado de Cantor Fitzgerald. Pálido, tembloroso, deshecho en lágrimas y atormentado por una cifra que aún no era capaz de digerir. «La única razón por la que quiero seguir en este negocio es porque tengo que cuidar de 700 familias», balbuceaba. «Setecientas, ¡Setecientas!», repetía abrumado entre sollozos. «No puedo ni decirlo sin echarme a llorar...».
Su hijo de 5 años le había salvado la vida. Lutnick llegó ese día tarde al trabajo porque quiso acompañarle en su primer día de clase. Todavía estaba en el colegio cuando empezó a sonarle el teléfono. El primer avión, el American Airlines 11, había impactado entre las plantas 93 y 99 del WTC1, que a partir de ese día se conocería como la Torre Norte. La firma Cantor Fitzgerald ocupaba de la 101 a la 105. Por encima solo tenía el restaurante Windows of the World, dos plantas de mantenimiento y otra con retransmisores de televisión. La puerta del tejado estaba cerrada para proteger las antenas. Un millar de personas quedaron atrapadas entre el cielo y el infierno. Ninguna salió con vida. La mayoría de las aproximadamente 200 que se tiraron desde las ventanas procedían de estos pisos. En la zona del impacto la temperatura alcanzaba los mil grados centígrados. En las plantas superiores se hizo insufrible.
El fotógrafo Bolívar Arellano casi pierde la vida por congelar aquellos saltos al vacío que todavía ponen los vellos de punta. «Llegaban al suelo sin zapatos. Se estaban abrasando vivos». Desde el suelo, Lutnick preguntaba frenético a los que escapaban del edificio de qué planta venían. La más alta que oyó fue la 91.
Cuando hablamos con él hace unas semanas articulaba el balance final de carrerilla: 658 empleados muertos, que dejaron atrás a 36 viudas embarazadas y 805 huérfanos, en una plantilla de 960. Entre ellos estaba su hermano Gary y su mejor amigo, Doug Gardner. Cuando escapó del tsunami de escombros siguió caminando hacia el norte, como otros muchos zombies que en ese momento se sentían muertos vivientes. Todavía estaba cubierto de polvo cuando le dio la noticia a la mujer de su mejor amigo. «Howard debía sentirse esa noche el hombre más solo del mundo», declaró ella.
Casi tres de cada cuatro personas que murieron en las Torres Gemelas trabajaban para él.
Uno de ellos era Michael Massaroli, vicepresidente de operaciones, que a diferencia del consejero delegado no pudo acompañar a su hijo al colegio. Su esposa corría a esa hora con el niño de la mano cuando sonó el teléfono y dedujo por el número que era su marido desde la oficina. «Ya lo llamaré luego», pensó. Cuando lo intentó era demasiado tarde.
Además del pequeño de 6 años, Diane Massaroli tenía en brazos un bebé de dos meses. Los siguientes dos días se los pasó colgada del teléfono llamando a todos los hospitales. Lutnick llevó personalmente la lista de sus empleados. «Quiero que sepan que no busco solo a mi hermano», dijo en televisión. «Les doy la lista y les digo: Encuéntrenme a alguien, a quien sea, porque si lo hacen yo puedo llamar a una familia y darle una alegría».
Dos días después anunció en televisión que nadie se había salvado. Las familias se quedaron sin habla, era demasiado pronto para aceptarlo, pero no les dio oportunidad de aferrarse a la esperanza. A los cuatro días del atentado recuperó la sangre fría que le había dado fama en Wall Street y canceló a todos de la nómina. «No podía seguir pagando a empleados muertos», se justifica. «Tenía que demostrar a los bancos que todo estaba bajo control».
La misma noche del 11-S Lutnick mantuvo una conferencia telefónica con los ejecutivos de la empresa que habían sobrevivido. «Tuvimos que plantearnos si cerrábamos y nos dedicábamos a ir a funerales, teniendo en cuenta que fueron 10 diarios durante 65 días seguidos, o nos poníamos a trabajar más que en toda nuestra vida», explica. «Decidieron unánimemente volver al trabajo. Yo voté en contra, quería que se fueran a casa y besaran a sus hijos, pero la clave era ayudar a las familias de los que perdimos». Acordaron donarles el 25% de todas las ganancias durante los siguientes cinco años y el seguro médico durante la década que acaba hoy. Cada una ha recibido unos 175.000 dólares. Además, la empresa contrató a un grupo de abogados que regatearon la mejor indemnización del Gobierno. Las viudas que le insultaron por su crueldad cuando les cortó la nómina han tenido que retractarse.
«Todo el mundo trabajaba literalmente 24 horas al día. Teníamos catres junto a la pared y tomábamos siestas de cuatro horas. Luego te levantaban de una palmada en el hombro y te ponías a trabajar para que se acostase otro», recuerda. «Cada viernes mi meta era contratar a 50 empleados y mi pregunta básica era: ¿Puedes empezar el lunes?».
Con el esfuerzo colectivo, la exuberancia financiera de la última década y la adicción del Gobierno a emitir deuda, Cantor domina de nuevo el mercado de los bonos del Tesoro de EE UU, del que llegó a controlar el 70%. Y Lutnick vuelve a ser el tiburón de Wall Street que era. «Creo en lo que llaman la teoría del surfista», declaró hace poco a The New York Times. «Cuando ves una ola monstruosa sigues surfeando, siempre hacia adelante. Nunca miras atrás».
La tumba virtual: «Te echo de menos y te quiero con todo mi corazón. Nada volverá a estar bien sin ti. Siento como si me hubiera muerto contigo. Ya no soy quien era, no sé quién soy ni a dónde pertenezco». Diane Massaroli escribió estas líneas en la tumba virtual de su marido al cumplirse tres años de su muerte. Era un lugar tan bueno como otro cualquiera porque nunca se ha encontrado ni un solo hueso de Michael Massaroli, pulverizado como otras 1.150 víctimas.
Mientras que algunas familias han enterrado a sus muertos hasta cinco veces con cada hueso o cartílago que hallaron, Diane ya ha dejado de esperar la llamada del forense. Y hasta de llorar a su marido. Se maquilla, se viste, se arregla, ha rejuvenecido. Se precia de tener un hogar feliz.
«Transcurrió un año sin que dejara de llorar un solo día». Al cuarto, un primo de su vecino empezó a consolarla. Era veterano de Irak, había trabajado como voluntario en las tareas de rescate de la Zona Cero y todo eso creó un vínculo especial entre los dos. Diane se sintió comprendida y al fin permitió que alguien más la acariciase. En su cabeza ese alguien que la acompañó a las manifestaciones contra la llamada mezquita de la Zona Cero se ha jugado la vida en otro país para vengar la muerte de su marido.
«Yo creo que él fue a las protestas por acompañarla», aclara su hijo, que ya tiene 16 años. Para Diane la propaganda ha llenado el vacío que le dejó quedarse viuda a los 31 años. Era fácil aferrarse a ese discurso, el Camposanto de la Zona Cero es el lugar sagrado donde quiere que se esparzan sus cenizas, junto al polvo de su marido. Pero para los hijos que solo conocieron a un padre ausente, no hay rabia que ahogar, sino una memoria que honrar.
Cuando el año pasado terminó la ceremonia de la Zona Cero y su madre se sumó a las manifestaciones contra el Centro Cultural Park 51, Michael volvió a casa con sus tíos, no sin antes pedirle un favor. «Tienes todo el derecho a manifestarte si eso es lo que sientes, pero por favor quítate de la solapa la chapa de mi padre y dame el mural con sus fotos», le exigió. «No quiero que le mezcles en esto».
Su hermana Angelina no acude al aniversario. «Es pequeña y se cansa», la disculpa su madre. «Ni siquiera lo conoció, todo eso le resulta ajeno», susurra su hermano. La viuda se ha esforzado en hacer de la casa un mausoleo en el que el padre sonría desde cada esquina para que sus hijos nunca olviden su rostro, pero Angelina no tiene preguntas ni opiniones al respecto. Eso sí, cuando su madre comenta en voz alta que le gustaría ver la foto de Bin Laden muerto o presenciar la ejecución de Khalik Sheik Mohama, presunto cerebro del atentado, la niña le dedica un comentario severo. «Eso es repugnante, mamá». Diane sonríe con resignación. Han pasado diez años, toda una vida para sus hijos.
Seis golpes de suerte:
Loui Cacholi es un apasionado defensor de la terapia psiquiátrica. «Si no fuera por eso yo no estaría aquí, me habría suicidado», confiesa este bombero retirado. Hace cinco años sufría el síndrome del superviviente, no podía dejar de preguntarse por qué él sí y sus 343 compañeros muertos no. «Había perdido a mis amigos, mi trabajo, mi salud. Era un hombre enfadado, una persona desagradable, no quería vivir. Ahora soy otro».
Ha contado hasta seis golpes de suerte que le salvaron la vida esa mañana. Su camión aparcó junto a la Torre Norte, cuando la Sur cayó primero. Sus compañeros cogieron las escaleras hacia el piso 44, él eligió el ascensor que acababa en el lobby del 23. Cuando su amigo Tommy Hetzel siguió al pelotón, él le detuvo: «No, tú te quedas conmigo, que si se para el ascensor yo no tengo instrumentos para abrirlo». Y así fue, el ascensor se paró de bruces al caer la Torre Sur y Tommy abrió la puerta. Empezaron a bajar las escaleras, pero se las encontraron colapsadas de gente. En la oscuridad no pudo encontrar a Tommy, nunca le volvería a ver. Regresó sobre sus pasos hasta que halló otra salida, pero al llegar a la planta baja la puerta estaba atascada. Cuando se iba a dar por vencido, apareció un grupo que le ayudó a desbloquearla. Ya en la calle, mientras hablaba con el conductor de su camión vio cómo les caía encima la antena del WTC. El chófer corrió hacia el río Hudson y encontró la muerte. El corrió hacia el norte, pero para huir más rápido tiró el equipo y no tardó en arrepentirse. La nube de polvo y escombros lo engulló y le abrasó los pulmones. Se tiró al suelo llorando como un niño y se tropezó con una máscara que había perdido otro bombero. Calcula que le quedaban 15 segundos de vida.
«¿Por qué yo?», se ha preguntado todos estos años. «Todo los pasos que di ese día fueron los correctos. ¿Por qué quería Dios que yo viviera?». Hace cinco años, el séptimo psiquiatra al que visitaba intuyó sus pensamientos suicidas y le dio la respuesta. «Sé lo que estás pensando», le dijo mirándole fijamente a los ojos. «¿Cómo crees que iba a sobrevivir tu familia sin ti? ¿Para qué crees que te dejó Dios aquí si no es para contar al mundo lo que ha pasado y mantener viva la memoria de tus compañeros?». Y como si fuera una revelación divina, Loui volvió a encontrar ese día el sentido de su vida. Desde entonces ha escrito un libro, se ha hecho voluntario del Memorial de la Zona Cero y da charlas en las escuelas.
«Todavía voy todos los martes a terapia de grupo pero ya no hablamos siempre de lo mismo. Unas veces hablamos de fútbol, otras de mujeres y algunas del 11-S».
El día de la madre:
Cuando la vida propia pierde sentido, muchos encuentran una tabla de salvación en causas mayores. Edie Lutnick, sí, la hermana del todopoderoso Howard Lutnick, fue la última persona que habló por teléfono con el pequeño de la familia, Gary, de 34 años, minutos antes de que se desmoronase sobre él la Torre Norte. Estaba en la planta 104. Su hermano Howard debería haber estado en la 105 y ella misma en la 101, si no se hubiera vuelto a la cama esa mañana cuando le cancelaron una cita. Por algún motivo asumió que él también se había librado, pero la suerte no llama tres veces a la misma puerta.
«No, Edie, estoy atrapado en la oficina. Esto tiene muy mala pinta, no creo que vaya a salir con vida. Te quiero mucho. Dile a Howard que también lo quiero».
Los hermanos Lutnick eran huérfanos desde la adolescencia. Edie había sido como una madre para Gary, cinco años menor, y Howard el sustento de los tres. El día de la madre, Gary la invitaba a cenar. Hasta el día de hoy sigue vistiendo sus jerseys y calcetines como una irracional forma de no dejarle marchar. Lo que no sospechaba ese día es que se convertiría en madre de los 5.000 familiares que dejaron los empleados de Cantor Fitzgerald, y por los que ha luchado estos diez años como presidenta del Fondo de Ayudas que ha repartido 180 millones de dólares. Cada año les alquila una habitación en un hotel cercano a la Zona Cero para que asistan a la ceremonia y luego celebran otra privada en Central Park.
«Le doy crédito a las familias por haberme sanado», reconoce. «Cuando tienes una misión más importante que tu propio bienestar es cuando te sobrepones. Ahora vivo para eso».
Un club de patriotas:
John Cartier y todos sus amigos llevan las Torres Gemelas bordadas en la chupa de cuero, con la bandera estadounidense y las iniciales de su hermano James. En su honor ha fundado la Hermandad Estadounidense en un sótano industrial de Queens, donde este puñado de moteros se junta cada tarde para jactarse de duros, beber Jack Daniels y rendir culto a su país.
Su causa es mucho más grande que la memoria de James, un electricista de 26 años que murió en la planta 105 de la Torre Sur. «Nunca olvidaremos, Nunca perdonaremos», dicen las camisetas que venden para apoyar a las tropas en Irak. Son, por definición propia, «un club patriótico». Las familias de los caídos en el frente les invitan a los funerales y ellos se encargan de relatar el eslabón perdido entre la guerra y el 11-S.
«Todo lo que necesito saber de los musulmanes lo aprendí el 11-S», dice uno de sus eslóganes. Cuando la Casa Blanca le convidó a la ceremonia que se hizo en la Zona Cero al día siguiente de matar a Osama Bin Laden, John le enseñó a Barack Obama la foto de su hermano pequeño, «para que recordase por qué había tenido que hacer lo que hizo».
La suerte es difícil de juzgar. La víspera de los atentados Cantor Fitzgerald había despedido a veinte personas, mientras que James había sido contratado en el WTC dos semanas antes. «Le encantaba su trabajo, no paraba de ver chicas bonitas», recuerda su hermano. Se sentía muy afortunado de trabajar allí». James vio el primer avión estrellarse en la torre de enfrente, pero en vez de salir pitando llamó a John para que rescatase a su hermana. Cuando Michelle, administradora en una firma de brokers, descendió cuarenta pisos se encontró a John esperándola entre la multitud. La nube tóxica les obligó a retirarse. Se subieron a la moto y cruzaron el puente de Brooklyn antes de que lo cerraran. «¿Y James?», preguntó su padre. «No lo encontramos, pero no te preocupes, volveré a por él». Lo hizo cada día durante siete meses en que revolvió escombros como voluntario, sin decir una palabra de su hermano por miedo a que lo retirasen. Un año después la oficina del forense dudó en enseñarle los restos que había identificado: «No hay nada que no haya visto ya», atajó. Su padre no quiso saber qué había dentro de la urna que incineraron y John prefiere no contarlo.
En esta década ha reparado la moto azul de su hermano y la ha donado al museo en memoria de las víctimas. «La gente conoce los edificios, pero no a los que murieron dentro. La moto de James es un testamento de cómo vivió su vida y de las cosas que amaba. Nuestra meta es asegurarnos de que nadie les olvide jamás».
PD: por respeto, nos abtenemos a poner imágenes del suceso.
Fuente: laverdad.es
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